sábado, 8 de agosto de 2009

Nada hay más importante que un niño

He tomado esta hermosa frase de José Martí para traer al recuerdo de muchos, tanto dentro como fuera de Cuba, uno de los sucesos más sórdidos contra los cuales ha tenido que lidiar la Revolución Cubana. Hace aproximadamente 10 años el pueblo de Cuba se volcó a una lucha día y noche con el sagrado propósito de rescatar a un pequeño niño de las garras de la mafia gusano-miamense.
La Ley de Ajuste Cubano sirvió la mesa para que toda una horda de desalmados, mal nacidos algunos de ellos en Cuba, utilizara a este pequeño como una marioneta propagandística y fuera utilizado por batistianos siquitrillados y sus progenies como material de una pérfida vendetta política contra la Revolución y el Gobierno Revolucionario.
Cuba y su pueblo, por su parte, no tardaron un instante en movilizar sus fuerzas -las efectivas de verdad, las ideológicas-, logrando aunar a casi todo un pueblo en pos de solucionar dignamente tan delicado asunto. El propio padre del pequeño no dudó un instante en solicitar a Fidel y al pueblo cubano la ayuda para arrancar a su pequeño de las garras de los mafiosos del Norte.
Así las cosas, luego de todo un increíble forcejeo legal entre Gobierno y mafiosos, y algún que otro aparataje publicitario, donde se pretendía darles aires de venerabilidad y humildad a toda una parentela que a todas luces no la tenía, un operativo del FBI logró lo esperado: al fin Elián estaba a salvo. Imagino a veces la cadena de suspiros de alivio que en ese momento deben haberse escapado de los pechos de muchas personas en el mundo, formando una especie de hermoso coro de respaldo a la justicia. El propio Fidel afirmó poco después que ese había constituido el primer momento de tregua entre el Gobierno de EE. UU. y Cuba, a lo largo de la Revolución.
Asombrados, a la vez que asustados, los «exiliados» comenzaron a descargar su furia incontenible: las cosas les habían salido mal; Clinton y Janet Reno les habían aguado la fiesta. La Policía y demás fuerzas del orden eran incapaces de contener la ira diabólica de los «exiliados». Todavía recuerdo con asco e indignación a una señora que al ver sobrevolar en lo alto a la pequeña avioneta que conducía a Elián hacia un lugar seguro, exclamó a viva voz: ¡Dios, tumba ese avión! Jamás había escuchado antes tan elocuente demostración de humildad cristiana (y perdónenme la ironía los cristianos verdaderos, por favor). También pudiera citarse el patético espectáculo de ver a algún que otro «patriota» quemando la bandera de Cuba, del mismo país que los vio nacer o que vio nacer a sus mayores.
Por fin, las aguas tomaron su cauce y un feliz día de junio de 2000 Elián González, junto a su padre, hermano y madrastra pisaba suelo cubano. Lágrimas incontenibles de emoción y alegría se escaparon de los ojos de muchos en el mundo que respiraban tranquilos, con la convicción de que una vez más la justicia y el sentido común se habían impuesto ante el odio, la irracionalidad y todos los peores valores de este mundo. Y estoy seguro que hasta el propio Martí, para quien los niños constituyen la esperanza del mundo, desde su gloria infinita, sonrió complacido.

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